Se empieza a entender la nueva volatilidad que está generando el cambio climático, que requerirá de nuevas formas de pensar en el sector financiero y en los hacedores de políticas públicas. A continuación tres ejemplos mencionados recientemente en prensa:
Grist habla sobre el paso acelerado de La Niña (bajas temperaturas en el océano) a El Niño (altas temperaturas océanicas). Este cambio tan brusco puede llevar a que las temperaturas aumenten, temporalmente, por encima del límite de 1.5º centígrados que la abrumadora mayoría de la comunidad científica menciona para que las consecuencias del calentamiento global sean irreversibles, con consecuencias negativas para el ciclo agrícola. Esto a su vez llevará a un aumento en el número de mosquitos, el gran depredador humano. Hablando de mosquitos, Bloomberg reporta que se han vuesto más mortíferos en años recientes.
Una sequía histórica en el sur de Europa está llevando a aumentos considerables en el precio del aceite de oliva. El lado positivo, según algunos productores tradicionales, es que productores industrializados saldrán del mercado.
Reuters reporta que las productoras de aluminio de China, que produce poco menos del 60% de ese metal en el mundo, pueden disminuir aún más su producción de aluminio por sequías que afectan a las hidroeléctricas de ese país.
Pareciera que el escepticismo alrededor de la existencia del cambio climático va a la baja, al menos en Estados Unidos. La pregunta ahora es si tenemos las herramientas de política pública adecuadas para adaptarnos al cambio climático, y si adaptar las herramientas que tenemos es realmente factible.
Uno de los supuestos de la política monetaria, por mencionar un ejemplo, es que las fluctuaciones en los precios de alimentos son estacionales; es por ello que los bancos centrales tienden a enfocarse en conceptos como la inflación subyacente. Pero si el cambio climático empieza a aumentar la intensidad y la frecuencia de las fluctuaciones de los precios de alimentos, y estas adquiren una clara tendencia al alza, los bancos centrales tendrán dos opciones:
Doblar la apuesta por el concepto de inflación subyacente y disminuir, si no es que de plano ignorar, la inflación alimentaria.
O si la inflación alimentaria contamina a la inflación subyacente, tener una postura restrictiva estructural.
Bajo cualquiera de estos dos escenarios, el consumidor pierde. En el primero, vía mayores precios alimentarios, y en el segundo vía mayores tasas de interés, y también vía mayores precios alimentarios.
Es momento de empezar a pensar si la tasa de interés, que es la herramienta fundamental de los bancos centrales para combatir la inflación, es adecuada para enfrentar las disrupciones que traerá el cambio climático.
Muy probablemente la respuesta sea no. Y en ese sentido, hay que empezar a pensar en qué hacer con los ingresos, los gastos, y las regulaciones de los gobiernos.